Las fuerzas del cielo





Era un cuerpo, sí, pero también un pliegue violento en el relato de la noche. Tirado boca abajo, las piernas abiertas con una torpeza que no parecía humana. El abrigo estaba roto, no por el uso, sino por algo que buscó adentro en su último acto. Desde cierta distancia, parecía estar rezando. Tenía las manos atadas con un cable fino, de esos que se usan para parlantes. La cabeza girada, como si hubiese querido decir algo y se lo hubieran torcido a tiempo. Nadie más lo miraba. El charco de sangre formaba un rizoma que se perdía en la alcantarilla. No sentí miedo, sino una extraña familiaridad. A veces el espanto tiene forma de reencuentro.


Ya me había metido adentro, como siempre que el aire huele a problema. Desde atrás del vidrio sucio vi que se quedó quieto bajo el farol, como si hubiese recordado de golpe quién era. Tenía las manos en los bolsillos, y una luz de neon titilaba tiñendo de rosa todo su cuerpo. Entonces pasó: un chirrido corto, metálico, como si rasgaran una reja. Y luego un golpe seco, sin eco. El cuerpo no cayó, se desplomó. Vi una sombra agacharse, hacer algo rápido y desaparecer. No salí. Fingí que no lo había visto nunca. Me fui a preparar un mate. Algunos crímenes no piden testigos: piden olvido.


Dijo que quería viajar, pero no al lugar, sino al nombre. “Rubias de New York”, me dijo, como si lo hubiera leído en un perfume robado o en la remera de una actriz muerta. Estábamos en la terraza del edificio, fumando lo que quedaba. Tenía los ojos brillantes, pero no por mí, ni por nada de lo que pasaba. Hablaba como si ya se hubiese ido. Yo lo escuchaba sin interrumpir, sabía que cualquier gesto mío lo haría volver, y no quería eso. Después bajamos. Me preguntó si le prestaba dos mil dólares. Le dije que el lunes. Al rato lo vi desde mi ventana, caminando solo. Nunca supe qué quiso decir con esas rubias. Entendí que no era un chiste.


No hubo sangre, pero el silencio posterior olía a pólvora. Él salió antes que todos, bajando los escalones como quien despierta de una hipnosis. Yo era el que cuidaba la entrada lateral, donde no pasan diputados sino sombras. Me llamó la atención que no miraba a nadie, ni siquiera a los perros. Caminaba recto, pero no apurado. Como si se hubiera dado cuenta, por fin, de algo imperdonable. Esa noche lo vi subir a la terraza. Desde el umbral, con la radio bajita, escuché que hablaba solo. No pude distinguir palabras. Sólo un murmullo que venía de muy lejos, o de muy adentro. Al irse, dejó abierta la puerta del techo. A veces el crimen es una idea que alguien acepta.


Él ya estaba sentado cuando entré. Eran casi las diez, y a esa hora Casablanca es pura luz pálida, mozos en automático y vasos con más marcas que líquido. Pedía “lo de siempre”, pero el mozo nunca traía lo mismo. Murmuraba frases, no para mí, ni para nadie: para retener algo que se le estaba yendo. En un momento sacó una foto del bolsillo, la miró un segundo, la volvió a guardar. Me pareció ver algo escrito atrás. Se quedó mirando fijo la ventana del fondo, la que da al Congreso. Se levantó, dejó un billete arrugado y cruzó la calle sin mirar. Lo vi meterse al edificio. Su sombra desapareció en el hueco de la escalera que lleva al techo.


El gato cruzó puntual, como todas las noches, deslizándose por el borde de los vitrales como si leyera un plano secreto. Yo ya no lo seguía con la mirada. Era mejor fingir que no lo veía. Él llegó minutos después, con esa forma suya de ocupar el espacio como si no quisiera estar. Se detuvo bajo la claraboya y sacó algo del bolsillo: una foto. No la miró. Mando un mensaje de voz. Vi que había algo escrito detrás de la foto, pero no me acerqué. Él se quedó quieto, como esperando un permiso. Y el gato, por primera vez, avanzó.


El gato avanzó. Lo vi desde la puerta entreabierta del archivo, cruzando los vitrales como un mensajero que no quiere ser visto. Unos segundos después, apareció él. Venía solo, como siempre, pero esa noche algo en su cuerpo parecía más lento, como si se hubiera vaciado. Me dejó el sobre sin decir nada. Estaba cerrado con cinta vieja, como esas cartas que no quieren ser abiertas. Lo vi alejarse por el pasillo, caminando como quien entrega una parte del cuerpo. Me lo habían advertido: “si llega a venir, tomás lo que dé y no preguntás”. Cumplí. Pero cuando cerré la puerta, supe que había hecho algo más que recibir un sobre. Al rato, lo vinieron a buscar.


Él vino con la cara de siempre, como si no supiera bien a qué venía. Me dejó el material y me pidió que circule, sin decir con quién. No era un paquete ni un sobre: era una foto. Vieja. Con algo escrito atrás. Me pareció ridículo, pero le dije que sí. Subí la imagen a un drive compartido y la mandé por un grupo que ya estaba armado. No pregunté nada, ni me detuve a mirar bien. Dije que venía de “una fuente creíble”, como hacemos siempre. Después me llamó Santi.


Ese día ella habló del alma como archivo comprimido. Dijo que a veces la información se manifiesta como dolor, y que la sanación es un acto político. Él estaba sentado en el piso, con las piernas cruzadas como podía, mirando el fondo del sahumerio. No hablaba. Asentía. Al final de la sesión, ella le pidió que escribiera algo “que necesitara dejar ir” y lo pegara detrás de una foto vieja. Yo lo vi hacerlo. La foto era de una mujer que no estaba en la sala, un niño estaba con ella. La dobló y se la guardó en el bolsillo. Después, se quedó un rato más. Cuando se fue, ella dijo: ya está hecho.


Hoy lo saludé como siempre. Nadie respondió. El pasillo estaba húmedo, como si la lluvia se hubiera filtrado hasta los muros. Frente al espejo cóncavo, el reflejo tardó en devolverme. Algo en la curvatura devolvía la imagen un segundo después, más opaca. Afuera, el vidrio empañado dejaba ver un paraguas roto colgando de un árbol sin hojas. Me dijo que vaya a ver a la hermana. Seguí caminando, sin mirar atrás. El sobre me pesaba más que otros días. En la entrada, el portero ya tenía la puerta entreabierta, como si supiera. Crucé la calle. Pensé en encender un cigarrillo, pero no lo hice.


FIN

Comentarios

Entradas populares de este blog

El hombre que no murió

Todo marcha acorde al plan