El hombre que no murió
A veces, cuando llueve sobre la avenida de Mayo y los colectivos escupen charcos como bestias cansadas, uno entra a Los 36 Billares no para resguardarse del agua, sino para que el tiempo se detenga un rato. Hay algo en la luz amarilla de ese lugar, en el ruido seco de las bolas de billar contra la madera, que hace pensar que si uno se queda lo suficiente, puede volver a empezar de cero.
Yo estaba allí, tomando un café rancio pero honesto, cuando me encontré con el muchacho. Lo conocía de la calle: solía tocar la guitarra mal templada frente al Teatro Avenida, siempre con cara de haber soñado cosas más grandes. Ese día tenía los ojos hinchados, no de llorar, sino de haber visto algo que todavía no podía procesar del todo. Me pidió fuego y se sentó, sin permiso pero con necesidad. Y sin que yo le preguntara nada, empezó a hablar. Como si necesitara dejar ese relato en alguien antes de enloquecer.
Dijo que lo había visto. Que no lo reconoció al principio, claro. Que era un viejo común, pero no del todo. Que tenía una forma de caminar, de mirar, de quedarse quieto, que no coincidía con la época. Que cuando él cantaba Volver, ese viejo se detuvo. Y no solo lo escuchó, sino que algo en él se quebró, como si cada palabra del tango le estuviera hiriendo un órgano que ya no tenía nombre.
Lo siguió. O lo esperó. No recuerda bien. Pero el viejo volvió. Y le dejó una hoja arrugada, con una dirección, una fecha, y una frase ilegible, escrita como si la tinta se negara a revelarse.
Hasta ahí, pensé que se trataba del típico encuentro místico entre un joven frustrado y un viejo iluminado, de esos que aparecen en los relatos que no saben cómo terminar. Pero entonces, en voz baja, el muchacho me dijo un nombre.
Y la atmósfera del billar se volvió más densa.
Dijo: Gardel.
Como quien lanza una palabra prohibida en una sesión espiritista.
No me reí. No lo creí. Pero tampoco lo descarté. No en ese lugar. No con esa mirada. Porque hay nombres que no se mencionan sin consecuencia. Y hay silencios que solo pueden habitarse con cuidado.
Fue entonces cuando intentó explicarme el resto. Y aquí es donde las cosas se vuelven, si no creíbles, al menos bellamente coherentes en su delirio.
No lo dijo de golpe. Lo fue bordando. Como un sastre que cose con miedo.
Habló de un experimento. Pero no usó esa palabra. Dijo “una decisión tomada fuera del tiempo”.
Mencionó una fecha: 1912.
Y dijo que desde entonces, algunos hombres —los suficientes, pero nunca demasiados— habían accedido a algo que los demás jamás podrían siquiera imaginar.
La posibilidad no de la inmortalidad, sino de la detención.
Un limbo programado.
Un tiempo congelado en carne viva.
Pero había condiciones. Siempre las hay.
Para acceder, había que renunciar. Fingir la muerte. Borrarse del relato.
Y luego, aceptar el exilio. Una isla.
Pero no una sola.
Tres, al menos.
La primera, para los nacidos entre 1912 y 1960.
La segunda, de 1960 a 1980.
La tercera, de 1980 a 2020.
Cada una equipada con las tecnologías, lenguajes y ritmos de su franja histórica.
Para evitar el shock. Para contener la ilusión.
No había contacto entre islas. No había retorno.
Pero sí pantallas. Observaban el mundo como quien mira un canal viejo que ya no emite nada en vivo.
Lo más importante, dijo, no era el procedimiento en sí, sino su silencio.
El mundo no podía saberlo.
No solo por razones éticas, sino por economía.
Imaginar un planeta donde nadie envejece es imaginar la quiebra universal.
Geriátricos vacíos. Farmacias quebradas. Pensiones congeladas. Cementerios abandonados.
¿Quién vota si nadie muere?
¿Quién hereda si nadie parte?
¿Quién ama si no hay urgencia?
Gardel —si era él— habría sido uno de los primeros.
Y, según el relato del muchacho, habría decidido salir.
Romper el pacto.
Volver.
Pero el precio era altísimo.
Afuera, el tiempo lo alcanzaba de golpe.
Cada día era un año. Cada paso, una década.
Lo encontró al borde de la descomposición, pero lúcido.
Y deseoso de que alguien, aunque sea uno, lo creyera.
El muchacho no sabía si lo había creído.
Pero sabía que el relato lo habitaba.
Nos quedamos en silencio. Las bolas de billar seguían golpeando con su lógica muda.
Un viejo con bastón entró al salón y pidió una mesa. Tenía bigotes blancos y ojos que parecían haber llorado en blanco y negro.
Al irse, el muchacho me dejó el papel.
Me dijo: “Guardalo”.
Lo hice.
No por creer, sino por no saber del todo en qué dejar de creer.
Alguien una vez escribió que “nadie muere mientras alguien recuerde su nombre”.
Pero eso no es exacto.
Hay quienes no mueren, precisamente, porque su nombre ha sido retirado a tiempo del reparto.
Y cada tanto, en algún rincón del mundo, reaparecen.
Con el cuerpo gastado.
Con la historia intacta.
Con una sonrisa que sabe más de lo que dice.
En algún lugar de Suiza, dicen que un hombre viejo camina por los bordes de los lagos, con un bastón flexible y una mirada que esquiva todos los idiomas.
Algunos lo confunden con un mimo.
Otros, con un poeta retirado.
Hay quienes dicen que se llama Charles.
Y que ya no hace reír a nadie.
Pero observa.
Como si estuviera esperando la próxima isla.

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